Thunderbolts de Marvel llega a los cines con un encanto caótico que, sorprendentemente, funciona, gracias en gran parte a la actuación silenciosa y atronadora de Florence Pugh como Yelena Belova. Un equipo de antihéroes inadaptados, cada uno atormentado y medio destrozado, se une en una película que se siente más como una terapia en mallas que como un típico beat-em-up de gran éxito de taquilla.
Lejos de ser pulida, Thunderbolts se inclina hacia sus imperfecciones. Con tonos cambiantes, influencias del cine independiente y escenas de acción impregnadas de melancolía, se mueve en una delgada línea entre la riqueza emocional y la narrativa recargada. Pero ese es el punto: la película y sus personajes son un desastre por diseño.
Pugh brilla en el caos. Su Yelena, llena de ingenio seco y heridas ocultas, lidera a un equipo de marginados de Marvel —Guardián Rojo, Fantasma, Agente de EE. UU. y Bucky Barnes— a través de una tormenta de traición, trauma y heroísmo reticente. El acto final de la película, un enfrentamiento surrealista en “salas de vergüenza interconectadas”, apunta alto, aunque de forma un tanto irregular, recordando a Everything Everywhere All At Once con sus batallas psicológicas.
Aun así, Thunderbolts aporta aire fresco a un MCU cansado, demostrando que la vulnerabilidad emocional, incluso con poca concepción, puede crear cine cautivador. No es impecable, pero es más humana que la mayoría de las obras de Marvel, y quizás eso sea justo lo que la franquicia necesita.
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